«Lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo, en su venida; después el final, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, poder y fuerza».
1 Corintios 15, 22-24
Preámbulo
El Símbolo de los Apóstoles confiesa en un mismo artículo de fe el descenso de Cristo a los infiernos y su Resurrección de los muertos al tercer día, porque es en su Pascua donde, desde el fondo de la muerte, Él hace brotar la vida.
El Catecismo de la Iglesia Católica dice en el número 632: «Las frecuentes afirmaciones del Nuevo Testamento según las cuales Jesús “resucitó de entre los muertos” presuponen que, antes de la resurrección, permaneció en la morada de los muertos. Es el primer sentido que dio la predicación apostólica al descenso de Jesús a los infiernos; Jesús conoció la muerte como todos los hombres y se reunió con ellos en la morada de los muertos. Pero ha descendido como Salvador proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban allí detenidos». Pero, ¿de qué infiernos estamos hablando?
Volvamos al número 633 del Catecismo: «La Escritura llama infiernos, sheol, o hades a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios. Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos, lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el “seno de Abraham”. “Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos”, dice el Catecismo Romano. Jesús no bajó a los infiernos para liberar a los condenados, ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que le habían precedido”.
El mismo Catecismo explica el sentido del descenso de Cristo a los infiernos en el número 635: «Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte para “que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan”. Jesús, “el Príncipe de la vida” aniquiló “mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo y libertó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud”. En adelante, Cristo resucitado “tiene las llaves de la muerte y del Infierno” y “al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos”».
En Oriente la iconografía pascual muestra el descenso de Cristo al hades para liberar a Adán, Eva y su descendencia. La Cuaresma, iniciada en la tradición bizantina con la expulsión de los progenitores del Paraíso, tiene su culmen en la Pascua. Los primeros padres son llevados de nuevo al paraíso por Cristo, que en su descenso al hades aparece envuelto en luz o con blancas vestiduras portando una cruz en su mano, instrumento que se convierte en instrumento de victoria. El icono presenta las puertas del hades no sólo abiertas sino desencajadas y abatidas, Adán y Eva tomados de la mano por Cristo y tras ellos están Abel, Samuel, David, Salomón y así hasta Juan Bautista, es decir, todos los que han esperado y profetizado la venida del Señor.
Desde esta perspectiva, teniendo en cuenta que la muerte y resurrección de Cristo son el núcleo central de la fe cristiana, intentemos profundizar algunos aspectos de este hecho salvífico, a la luz del icono.
Explicación del icono
Cristo y Adán: Cristo aparece rodeado por una mandorla (círculo) y lleva nimbo (aureola). Es el dueño de la vida y el cosmos. Su cuerpo resucitado, vencedor del abismo de la muerte, está animado por el Dios-Trinidad, principalmente el Espíritu Santo, de ahí ese resplandor de energías divinas (rayos de oro) y ese dinamismo expresado en su avanzar hacia Adán. Su ser entero, todo luz, anuncia la aurora del nuevo día que nunca tendrá ocaso. Es el día de la resurrección, el domingo sin fin donde la creación es recreada para siempre.
Los ropajes de Cristo son blancos deslumbrantes como los de la Transfiguración. En otros iconos son amarillo oro, es la vestimenta del rey victorioso; o bien, Cristo lleva los colores de la encarnación: túnica roja (hombre) y manto azul (Dios, viene del cielo), todo lleno de oro símbolo de la Presencia divina, del Resucitado. Las ropas ondean a sus espaldas, dando la sensación del movimiento, del descenso. Pero también los espacios claros de la vestidura de Cristo ascienden a lo alto, en un torrente impetuoso, como lenguas del fuego.
Las figuras de Cristo, Adán y Eva forman un triángulo. El manto rojo de Eva y el aleteo de la tela (el borde del manto) en los hombros de Cristo están equilibrados por los vestidos rojos de los dos justos que aparecen a la izquierda. Casi físicamente se percibe la fuerza, emanada del Rey de la Gloria, que rodea todo.
Delicadamente delineada, la figura de Cristo es ágil, con los hombros muy estrechos, y no da la impresión de fuerza física, de violencia. Pero la composición y el color del icono son tales que la potencia demoledora del Salvador se percibe enseguida. Esta fuerza de Cristo no es carnal; su fuerza es Divina. Cristo ya está iluminando los infiernos y la muerte con su presencia. Todo el color de fondo dorado del icono, el pan de oro, lo llena todo de esa luz increada.
A los pies de Cristo y dentro de la cueva, se distinguen las puertas del infierno rotas y todos sus pestillos, cadenas y clavos esparcidos. Aparece con la cruz, símbolo de triunfo sobre la muerte y de redención. Es uno de los símbolos principales en las imágenes de la anástasis desde el siglo XI. En algunos iconos la cruz es utilizada como arma al oprimir con ella la boca, cuello o vientre de Satán, y con un fin análogo se convierte en lanza en imágenes como la de la cripta de Tavant. En otras representaciones, Cristo avanza sobre un ser que yace tendido, al que pisotea y llega a encadenar. Esta criatura encarna bien al hades –personificación del infierno– o a Satán, identidades cuyos límites son confusos en muchas imágenes.
A veces la cruz ya no aparece como estandarte de victoria. Cristo es ya el Rey de la Gloria que lo llena todo con su Resurrección, la muerte, de la que es señal la cruz, ya esta derrotada, no existe. En ese caso, la cruz aparece en el nimbo que rodea la cabeza de Cristo, pero tenuemente sugerida, transfigurada por la potencia de la Resurrección, ya que ha sido el medio por el que ha conseguido su señorío sobre la muerte y el pecado. La cruz es reemplazada por un rollo (el quirógrafo) que Cristo lleva en sus manos. Es el símbolo del pecado, de la deuda contraída por Adán y Eva, una letra que se tenia que pagar. También se atribuye a este rollo la predicación de Cristo entre los muertos. En algunos iconos el rollo se muestra desplegado y rasgado en el centro.
«Quien condona las deudas a todos los hombres, queriendo perdonar antiguas ofensas, espontáneamente vino a los desertores de su gracia y rasgado el quirógrafo del pecado… guía a todos hacia el conocimiento divino, iluminando de esplendor las mentes».
Himno Akáthistos
Cristo, podríamos decir, camina sobre el abismo con la libertad y el poder del vencedor, casi parece flotar sobre las fauces de la ballena de Jonás, sugerida por la cueva sobre la que Jesús pasea. Su cuerpo espiritual, transfigurado por la resurrección, escapa a las leyes del mundo, a la gravedad marcada de corruptibilidad y muerte.
Toma de la muñeca a Adán -lugar donde se mide el pulso, la vida- a quien vigorosamente arranca de las tinieblas de la muerte. Este cara a cara del primero y del nuevo Adán adquiere una significación particular. Lo que esta segunda creación ha conseguido es muy superior a la primera. La Vida dada por el Segundo Adán nunca perecerá.
La lectura patrística que leemos en el oficio de lectura del Sábado Santo imagina, podríamos decir, una liturgia para ilustrar ese encuentro único, cara a cara, entre el viejo y el Nuevo Adán: «Dios y su Hijo van a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él. El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: “Mi Señor está con todos vosotros”. Y responde Cristo a Adán: “Y con tu espíritu”. Y tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: “Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo”».
La mirada de Cristo va hacia todos, pues es el salvador de la humanidad entera. Este se agacha para levantar Adán; Dios se abaja y rebaja. Despojándose de su divinidad, se revistió de nuestra carne para subirnos y exaltarnos a la condición divina por su Resurrección. Cristo anuncia la resurrección a los muertos, de ahí la estrecha unión entre la silueta de Cristo resucitado y la de Adán a quien él incorpora en su propia resurrección. Con Adán es arrastrada toda la humanidad heredera de él. Adán agotado por el despertar del sueño de la muerte (del pecado), contempla a su Liberador con mirada gozosa, llena de fatiga y suplicándole con la otra mano la ayuda necesaria para levantarse de la situación caída y desgraciada del pecado y la muerte. Adán tiende su mano libre en un gesto que expresa acogida y plegaria, atraído hacia su Dios igual que la flor es atraída por el sol.
Como dice la hermosa homilía que leemos en el Oficio de lectura del Sábado Santo: «Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo; por ti, siendo Señor, asumí tu misma apariencia de esclavo; por ti, yo que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aun bajo tierra; por ti, hombre, vine a ser como hombre sin fuerzas, abandonado entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto paradisíaco, fui entregado a los judíos en un huerto y sepultado en un huerto. Levántate, obra de mis manos; levántate, mi efigie, tú que has sido creado a imagen mía. Levántate, salgamos de aquí; porque tú en mí y yo en ti somos una sola cosa».
El infierno o hades
Siempre de color negro, representación de la muerte, y a los pies de Cristo. En el se ven a veces figuras grotescas o una figura atada que representa al hades que es encadenado por ángeles o por el mismo Cristo, así como llaves, clavos, cerrojos y goznes de las puertas rotas del infierno y la muerte por la potencia del Resucitado. Las puertas de la muerte yacen rotas y esparcidas por el infierno dando salida a los que retenía y los sepulcros vacíos y abiertos proclaman la victoria de Cristo vivo.
El infierno se abre en forma de cueva negra y oscura como la cueva del icono de Navidad, como las aguas del Jordán en el icono del Bautismo, sepulcro liquido y en la cueva oscura bajo la cruz en el icono de la Crucifixión.
Podríamos pensar que en el descenso a los infiernos es como si un huracán se hubiese abatido sobre el abismo. Algunos presentan una figura de Cristo impetuosa, ágil y dinámica. Con la punta de los dedos del pie derecho, pisotea el infierno y lo destruye. Las puertas de los infiernos se han partido, sus cerraduras han sido quebrantadas y abiertas, todos los fragmentos se pueden contar en el icono y simbolizan la destructiva catástrofe que ha caído sobre el infierno.
Mientras un terremoto y una destrucción han ocurrido en los infiernos, en la tierra hay un gran silencio. Lo expresa de forma preciosa una antigua homilía sobre el Santo y grandioso Sábado: «¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos».
El color turquesa de la mandorla, en la que está encerrada la figura de Cristo, se contrapone a la grieta negra del abismo; igualmente, el cielo azul a la oscuridad de los infiernos. Un elemento esencial del hades son sus puertas. Según el Evangelium Nichodemi, las puertas del infierno son de bronce y con cerrojos. Dichas puertas, quebrantadas por la presencia de Cristo, quedan dispuestas sobre el suelo en forma de cruz. Es la visión de Juan en el Apocalipsis: «No temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo» (Ap 1, 17-18).
En el Sermón del día Viernes Santo, san Juan Crisóstomo dice: «Hoy, el Salvador marchó en todos los rincones del hades; hoy quebrantó las puertas de bronce y rompió sus cerrojos de hierro. ¡Qué exactitud de descripción! No dijo “había abierto las puertas”, sino las quebrantó, para afirmar que ha dejado a sus puertas inutilizables nuevamente; y no dijo “retiró los cerrojos”, sino los quebrantó, para afirmar que la vigilancia del lugar ya es imposible. ¿Es posible pues, aprehender a alguien en una cárcel sin puertas, o detrás de unas puertas sin cerrojos? Mas, si Cristo ha sido el que las destruyó, ¿quién, pues, podrá repararlas? El objetivo aquí es poner límite a la muerte. Las puertas de bronce son una imagen de la dureza de la muerte y su crueldad. Mas ahora que había brillado la luz en el hades, el hades se ha devenido en cielo».
En Oriente, los textos litúrgicos del Sábado Santo hacen hablar a los infiernos mismos: «Hoy el hades gimiendo grita: ¡Mejor hubiera sido para mí no haber acogido al Hijo de María! Porque, viniendo contra mí, ha destruido mi poder, ha destruido las puertas de bronce y ha resucitado, porque es Dios, las almas que primeramente poseía. Ha sido destruido mi poder, he acogido a un mortal como un muerto cualquiera, pero no consigo retenerlo de ninguna manera, más bien por él seré privado de tantos sobre los cuales antes reinaba: ¡por siglos poseía a los muertos, pero, he aquí que éste los resucita a todos! Gloria, Señor, a tu Cruz y a tu Resurrección. ¡Ha sido engullido mi poder, el Pastor ha sido crucificado y ha resucitado a Adán! He sido privado de aquellos sobre los cuales reinaba y aquellos que con mi fuerza había engullido los he vomitado a todos. ¡El Crucificado ha vaciado las tumbas! Ya no tiene vigor el poder de la muerte».
Podemos notar que se da poco realce al espacio del infierno, como expresando que no merece más atención: ya ha sido pisoteado y destruido; se representa, por tanto, con negligencia, como “una cosa más”.
Y, sobre todo ello, Cristo domina incontestable. Con su descenso a los infiernos concluye su misión salvadora. Con su pasión voluntariamente aceptada y con su dolorosa muerte en la cruz, el Hijo de Dios ha redimido el pecado original de los antepasados y lo ha quitado a sus descendientes. Él ha sacado a los hombres del infierno.
En otros iconos, los acontecimientos que se desarrollan en el infierno se muestran de forma más detallada: los ángeles preceden al Señor y destruyen a las fuerzas infernales, Satanás y los demonios. Delante de la puerta destrozada, los justos esperan su liberación. Las cumbres de los montes subrayan la profundidad de la cima, los abismos. Pero ya transfigurados por la resurrección, de ahí que sean brillantes hasta las piedras.
Los justos
Cristo camina victorioso hacia Adán que es cogido de la mano y sacado de la postración de la muerte. Eva tiende sus manos hacia la vida, que perdió en el Paraíso. Está vestida de rojo. El rojo simboliza la carne, la humanidad: ella es la madre de los vivientes. Cuando lleva las manos cubiertas -manos que extendió para tomar el fruto del árbol-, es señal de adoración al Liberador. En los vestidos de los personajes, dominan los colores rojos y verdes, señal de la humanidad y de la esperanza y la vida, respectivamente.
Detrás de los primeros padres sigue una procesión de justos. Hacen su aparición entonces la pareja de David y Salomón, como referencia a las profecías del Antiguo Testamento y como afirmación de la humanidad de Cristo: David y Salomón le señalan como uno de su linaje. Se les distingue fácilmente, porque van ataviados con vestidos reales. También suelen aparecer otros salvados por Cristo: profetas, patriarcas, Abel, y desde fechas avanzadas del siglo XI, san Juan Bautista. Estos dos últimos inciden en el carácter redentor del sacrificio al prefigurar y anunciar la pasión. Todo el Antiguo Testamento está dirigido a la venida de Cristo. Su encarnación y resurrección son la última realización del Antiguo Testamento y el comienzo de algo totalmente nuevo y definitivo.
Ambos grupos constituyen una representación del pueblo sumergido en las tinieblas, los que moran en la tierra y en sombras de muerte, sobre los que se ha elevado la luz de la vida. Todos tienden sus manos hacia él, esperanza de toda la humanidad.
A veces los justos esperan en la sombra y aparecen representadas figuras, dentro de la gruta en la parte inferior, que están saliendo de sus oscuros sepulcros hacia la Vida.
Alegría pascual
El canon del Matutino pascual, de san Juan Damasceno, subraya por medio del contraste la oscuridad que reinaba en el hades y la luz que brota de la tumba vacía de Cristo. De hecho, la liturgia bizantina desde el Viernes Santo en adelante coloca la tumba vacía en el centro de la iglesia, bella, adornada con flores, de la cual brota un oloroso perfume que se convierte en fuente de vida. El texto del Damasceno nos invita a contemplar, a mirar, a gozar y a involucrarnos en el misterio de la Pascua del Señor: «Purifiquemos los sentidos y veremos la luz inaccesible de la Resurrección del Cristo. ¡Ilumínate, ilumínate, oh nueva Jerusalén, la gloria del Señor se ha posado sobre ti! ¡Danza ahora y exulta, oh Sión, alégrate, oh pura Madre de Dios, por la Resurrección de tu Hijo!».
Más adelante serán las mujeres que llevan el ungüento (myron) al sepulcro las que se conviertan en protagonistas: «Mujeres de sabiduría divina corrían tras de ti portando aromas; pero al que con lágrimas buscaban como a un mortal, lo adoraron llenas de gozo como Dios viviente y anunciaron, oh Cristo, a tus discípulos, la mística Pascua».
La liturgia bizantina inserta algunos troparios de Román el Cantor donde, una vez más, encontramos relacionadas la Navidad y la Pascua: «Al Sol anterior al sol, ya atardecido en la tumba, corrieron las miróforas al alba, como buscando el día. Y una exclamaba a las otras: “Oh amigas, arriba, unjamos con aromas el cuerpo vivificante y sepultado, la carne que resucita al caído Adán que yace sepulcro. Solícitas andemos como los magos, adoremos y ofrezcamos los aromas como dones a Aquél que no en pañales sino en una síndone está envuelto. Lloremos y gritemos: ¡Levántate, Soberano! Tú que a los caídos ofreces la Resurrección”».
Conclusión
Hoy Cristo muerto y resucitado desciende a lo más profundo de nuestro ser y nos arranca de las tinieblas, pues fuimos sepultados con él por el bautismo a fin de resucitar con él de entre los muertos y vivir una vida nueva. En efecto, la Vida requiere la muerte del hombre viejo, el abandono y la superación del mal original que la corroe. Consecuencias tangibles de esta huella tenebrosa son nuestras angustias, limitaciones, fracasos, la opacidad hacia el otro (egocentrismo) y hacia la belleza de la creación.
Todo se encuentra asumido por el torbellino liberador en la medida en que nos adherimos al Muerto-Resucitado que nos hace pasar (Pascua=paso) del imperio de la muerte que son las tinieblas a la Luz, fuente de toda vida.
La liturgia de la noche de Pascua prevé una catequesis atribuida a san Juan Crisóstomo que, con imágenes vivas y en movimiento, pone en evidencia la dimensión comunitaria de la Pascua: «¡Si uno es piadoso y amigo de Dios goce de esta fiesta bella y luminosa! ¡El siervo agradecido entre gozoso en el gozo de su Señor! El que ha ayunado que se alegre ahora con su dinero. El que ha trabajado desde la primera hora, reciba hoy el justo salario. Si uno ha llegado tras la hora tercia, celebre la fiesta con gratitud. Si ha llegado después de la sexta, no dude, no sufrirá ningún daño. Si se ha retrasado hasta la hora nona, preséntese sin dudarlo. Si sólo ha llegado a la hora undécima, no tema por su lentitud; porque el Señor es generoso y acoge al último como al primero».
¡Que Dios nos conceda la gracia de dejarnos envolver por esa dinámica pascual que conduce a la vida verdadera!
Tú has bajado sobre la tierra para salvar a Adán,
Maitines del Gran Sábado
pero no encontrándolo sobre la tierra, oh Señor,
has ido a buscarlo a los infiernos.
El infierno reinó sobre la raza humana, mas no eternamente; porque tú, oh Poderoso, cuando fuiste puesto en el sepulcro desataste los cerrojos de la muerte con tu mano, Primicia de Vida, proclamando a los que estaban allí desde los siglos la redención verdadera, al ser el primogénito entre los muertos, ¡oh salvador!
VI oda del canon del Gran Sábado
El infierno ha sido destruido con el poder del fuego divino, al recibir en
VII oda del canon del Gran Sábado
su seno a aquel cuyo costado fue herido con una lanza por nuestra
salvación. Nosotros cantamos, “¡Bendito eres tú, oh Dios
Redentor!”
Asumió la carne para ofrecer abundantes gracias y su cuerpo como cebo arrojado en brazos de la muerte para que, mientras el dragón infernal esperaba devorarle, tuviera en cambio que vomitar a aquellos que ya había devorado. En efecto, él arrojó a la muerte para siempre y secó las lagrimas de todos los ojos.
San Cirilo de Jerusalén, Catequesis XII, 15