«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra». Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo». Entonces se volvieron a Jerusalén, desde el monte que llaman de los Olivos, que dista de Jerusalén lo que se permite caminar en sábado. Cuando llegaron, subieron a la sala superior, donde se alojaban: Pedro y Juan y Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo y Simón el Zelotes y Judas el de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos.
Hechos de los Apóstoles 1, 8-14
El Señor con su descenso a los infiernos ha aniquilado al adversario y con su Ascensión ha exaltado al hombre. El icono anuncia la victoria sobre la muerte, sobre el infierno y la finalidad de la salvación: nuestra humanidad es introducida definitivamente en la existencia celestial a través de la humanidad de Cristo. Jesús, cumplida su misión, regresa al Padre para que el Espíritu Santo descienda en persona sobre nosotros.
Cristo, en un círculo de esferas cósmicas, desde donde se irradia su gloria, extiende su derecha como un gesto de bendición y de envío. En la izquierda, Cristo tiene el rollo de las Escrituras que contienen el anuncio de la Buena Noticia. La obra de salvación está realizada. Ahora debe ser acogida libremente por cada hombre. Es el envío a evangelizar: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20).
La alegría de los apóstoles explota a pesar de la despedida de Cristo porque la promesa permanece. La Virgen, imagen de la Iglesia, está representada entre dos ángeles por debajo de Cristo, que es su cabeza. El extremo de los brazos alzados de los ángeles y los pies de la Virgen forman los tres puntos de un triángulo, símbolo de la Santísima Trinidad, de la cual la Iglesia es la impronta.
Esta imagen nos presenta en primer lugar el episodio y misterio de la Ascensión; visualiza la narración evangélica, pero poco a poco nos introduce en el misterioso significado de este momento único de la vida de Cristo que es principio y presencia de su misterio en la Iglesia, del misterio mismo de la Iglesia, bajo el influjo de la acción poderosa de Cristo que es su cabeza, en la comunión de los apóstoles que son el fundamento, en el dinamismo del Espíritu que es la lluvia de gracia que Jesús envía sobre su Iglesia, en el camino que la Iglesia tiene que recorrer, desde la Ascensión hasta la parusía de su Señor, guiada por la experiencia de lo que ya vive y por la esperanza de lo que todavía no ha llegado.
Por eso, esta imagen es también como un icono de la Iglesia, una imagen viva de la comunidad apostólica con María, la Madre de Jesús, que ocupa, como podemos contemplar, un puesto central y ejemplar en la imagen. Basta un sencillo detalle para comprender cómo la iconografía nos invita a trascender el episodio para entrar definitivamente en el misterio: curiosamente, en el grupo de apóstoles que vemos a la derecha, frente a Pedro, algunos iconos colocan a Pablo, que ciertamente no fue testigo del episodio de la ascensión, pero pertenece al núcleo apostólico y es cantor del misterio de la exaltación de Cristo en la gloria como Señor.
El misterio de la tierra en el cielo y del cielo en la tierra
Con una mirada contemplativa nos dejamos evangelizar por esta imagen llena de misterio y de significado. Hay una total unidad entre la tierra y el cielo. Cristo elevado por los ángeles está ya en la gloria, pero está a la vez presente en la Iglesia, como cabeza de este cuerpo que reside en la tierra. Lo confirman sus palabras que resuenan como un cumplimiento anticipado en esta imagen: «Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20); «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos ” (Mt 28,20).
La parte superior de esta imagen representa el cielo; la parte inferior representa la tierra. Una línea apenas perceptible separa y une a la vez estas dos dimensiones, con unos brotes de árboles que evocan el Monte de los Olivos, lugar de la ascensión.
El icono presenta ante todo la tierra y el cielo. Cristo regresa al Padre revestido de nuestra humanidad. Los ángeles, que fueron testigos misteriosos y atónitos de su Encarnación, lo llevan en volandas, majestuosamente, para que definitivamente la humanidad entre por Cristo Jesús en el seno de la Trinidad.
Pero también ahora tenemos el cielo en la tierra. Los ángeles están en medio de los apóstoles como mensajeros que envían a los que serán también mensajeros de la buena noticia del Evangelio. Con la promesa del Espíritu y el don de Pentecostés, el cielo estará para siempre en esta tierra en el lugar de la comunión y de la conjunción entre lo divino y lo humano, entre el cielo y la tierra que es la Iglesia.
Esta tensión que complementa lo eterno y lo temporal, lo trascendente y lo inmanente, lo visible y lo invisible, lo celestial y lo terreno, lo divino y lo humano, está ahí expresado con figuras, símbolos y colores. Cristo envía a los apóstoles al mundo entero, y su mandato lo repiten los ángeles en perspectiva de la segunda venida en la gloria; empujan el dinamismo de la misión de la Iglesia en el tiempo hacia una meta precisa: el Señor que ha de venir como ha subido a los cielos.
Cristo envía el Espíritu, que ya parece una realización concreta en esta imagen de la Iglesia bajo la fuerza del Espíritu Santo. La bendición de Cristo significa su poderosa intercesión, porque él está siempre vivo para interceder por nosotros; y la eficacia de su oración se traduce en una ininterrumpida efusión del Espíritu.
Los apóstoles, presididos por la Virgen, representan diversas actitudes de la Iglesia: la contemplación del misterio, la oración, la espera, el mirar al cielo y el ponerse en movimiento para llevar el mensaje de verdad y de vida a todos los confines de la tierra.
El lenguaje de los símbolos
Como en todos los iconos hay un misterioso lenguaje de símbolos y de colores: el color rojo y purpura, el color verde, el blanco marfil, el blanco fuerte de los vestidos angélicos. Pero también están misteriosamente presentes en algunos iconos algunos símbolos geométricos. Triángulos invisibles componen todo el movimiento del icono. El círculo está en la gloria y se refleja en la tierra; la cruz une verticalmente a Cristo y a la Virgen y se expresa horizontalmente en la imperceptible línea divisoria del cielo y la tierra.
Cristo, el Hombre-Dios, está ya en la eternidad; así aparece en el círculo de gloria. Pero este círculo tiene su manifestación en las figuras de los apóstoles, los ángeles y la Virgen que forman el círculo de la Iglesia, la comunión con Cristo –presente invisiblemente- la comunión recíproca, como líneas convergentes de un único círculo. Esto indica que la Iglesia participa desde la tierra de la vida de comunión de la Trinidad.
Desde los pies de la Virgen se abre un invisible triángulo que es como un cáliz eucarístico, porque la Iglesia es como un cáliz que recibe la efusión del Espíritu, desborda su fuerza divina en la tierra, lo vuelve a ofrecer, lleno de su propia vida, hecha oblación y holocausto en la Eucaristía.
Un triángulo invisible une las aureolas de los ángeles y de la Virgen para formar un triángulo invisible con los grupos simétricos de los apóstoles, como para subrayar el gran mensaje: la Iglesia es el icono de la Trinidad, es su imagen, su manifestación, un reflejo inicial de la comunión trinitaria, a la que todos estamos llamados. Mirando con atención se adivina un cierto contraste en la actitud de los dos grupos de apóstoles. El de la izquierda está lleno de dinamismo gestual; es la Iglesia de la palabra y del gesto salvador y misionero. El grupo de la derecha está dominado por una actitud de silenciosa contemplación; es la Iglesia en oración, en espera, en la comunión con Cristo y con los hermanos que anticipa la gloria. En el centro está la Virgen, con una graciosa ligereza que a la vez representa la inmovilidad contemplativa de su cuerpo y el gesto dinámico orante de sus manos y equilibra las dos actitudes de los apóstoles. María modelo de la Iglesia en la contemplación y en la acción evangelizadora y caritativa, donde tiene que prevalecer el ser de la Iglesia.
El misterio de Cristo
Volvemos de nuevo la mirada a los protagonistas, para contemplar en cada uno la revelación del misterio. Los ojos, ante todo, en el Señor que sube a los cielos. Majestuoso, es siempre el Dios y Hombre verdadero; el mismo que nació de la Virgen María, el crucificado-resucitado que sube ahora a la gloria, llevando en su humanidad la síntesis de todos los misterios, misterios de la carne, de la humanidad de Cristo, eternamente presentes en su cuerpo resucitado, y por eso capaces de hacerse presentes a la Iglesia.
Los ángeles lo llevan en un círculo de gloria. Los que fueron testigos de su bajada a la tierra en la encarnación (la katábasis) son ahora los testigos de su elevación (analepsis) al cielo. En él se eleva toda nuestra naturaleza, toda la naturaleza, como en un triunfo cósmico de todo lo que por él y en él ha sido creado; lleva el color verde de nuestra tierra. Su mano traza una bendición, porque él es nuestro sacerdote y mediador, para transmitirnos la revelación y la vida permanente, para interceder por nosotros continuamente. Lleva en su mano el rollo de la palabra, el secreto del Padre, la profecía de la historia. El continúa siendo el único maestro y revelador, la fuente de la verdad y de la vida, el que conoce el secreto de la historia; una historia en la que él está presente definitivamente y que él se reserva de poner en su punto final con su venida, porque él es el Señor y el juez de la historia.
Lo invocamos con la oración de la Iglesia oriental: «Después de haber concluido toda la divina economía de nuestra salvación y habiendo unido ya las criaturas celestiales y terrenales, has subido al cielo, a la gloria, oh Cristo, Dios nuestro; pero no te has alejado de aquellos que te aman, ya que te has quedado para siempre con nosotros y nos dices: Yo estoy con vosotros; nadie estará contra vosotros».
Contemplándolo en su ascensión gloriosa, le cantamos con la hermosa antífona de la liturgia occidental romana de las vísperas de la ascensión, inspirada en un antiguo texto bizantino: «Oh Rey de la gloria, Señor de las potencias angélicas, que subes victorioso en este día de hoy; no nos dejes huérfanos; envíanos el Espíritu consolador que nos has prometido, el Espíritu de la Verdad, aleluya».
La invisible presencia del Espíritu
La imagen de la ascensión es ya como la anticipación del misterio de Pentecostés. Con el mismo esquema iconográfico vemos imágenes antiguas de este misterio en las que se ha añadido sobre la cabeza de la Virgen una paloma, y sobre las cabezas de los apóstoles una llama. En realidad es Cristo, elevado a la gloria, el que envía siempre, perennemente, sobre la Iglesia a su Espíritu.
Podemos contemplarlo ya invisiblemente presente como don de Cristo resucitado y glorioso, como esperado por la Iglesia y acogido por la comunidad apostólica. Está de una manera misteriosa presente en ese vértice místico de la Iglesia que es la Virgen María, la que lo acogió en la encarnación de Cristo; es él quien la cubre siempre con su sombra; es el Espíritu Santo y santificador. El Espíritu está en la Virgen, Esposa, Madre de Dios. Es la toda-santa, con su vestido purpúreo y las estrellas que indican su virginidad antes, en, después del parto. Está en actitud orante de acogida, de ofrecimiento, de intercesión. Se revela en la fortaleza de su verticalidad que es signo de la garantía de la verdad, como Virgen fiel a la verdad y a la vida de Cristo.
El Espíritu está presente en la Iglesia apostólica que es el cuerpo de Cristo, unido, vivificado, animado por el Espíritu. Él es el artífice de la unidad y de la variedad de los carismas, el que mantiene a la vez la comunión jerárquica y la riqueza carismática de la Iglesia, el que la enriquece con sus frutos y sus dones, el que la hace fuerte en los mártires, animosa en los apóstoles y misioneros, fiel en los consagrados, generosa en los que sirven con amor al prójimo.
Contemplando este icono podemos decir lo que un hermoso texto del Vaticano II afirma acerca del Espíritu Santo: «Guía a la Iglesia hacia la verdad entera, la unifica en la comunión y en el servicio, la provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos, con los cuales la dirige; la embellece con sus dones. Rejuvenece la Iglesia con la fuerza del Evangelio, la renueva continuamente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Porque el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús:Ven” (Lumen Gentium, 4). La Iglesia vive bajo el signo del Espíritu que le viene de la ascensión del Señor y la proyecta hacia la Parusía. La Iglesia es un perenne Pentecostés, una inefable receptividad del Espíritu de Cristo, el Resucitado, que ha subido a los cielos.
La Virgen María, figura y madre de la Iglesia
En el centro del icono, según la antiquísima iconografía cristiana, está la Virgen María, Madre del Señor y Madre de los discípulos de Jesús, por la gracia del testamento recibido al pie de la cruz. Su presencia aquí no es casual. Ella es discípula con los discípulos, testigo de los misterios de Cristo, desde la encarnación hasta la resurrección y la ascensión. Ella que acogió en su seno virginal al Hijo de Dios cuando bajó a la tierra del cielo, es testigo de su regreso al seno del Padre. Para ella también es la promesa de la venida del Espíritu Santo. Ella es misteriosamente la mujer a quien Jesús encomienda, como lo hizo desde la cruz, a sus discípulos hasta que la fuerza del Espíritu Santo los haga adultos, los forme como cuerpo, los convoque en la unidad como Iglesia. A la Virgen María se le encomienda la tarea de trasformar en familia, como Madre, el grupo de discípulos.
Así describe el significado de la presencia de la Madre de Dios un autor ortodoxo: «La Madre de Dios ocupa el lugar central, es el eje del grupo situado en el primer plano. Su figura se destaca sobre el fondo blanco de los ángeles; es el centro preestablecido donde converge el mundo angélico y humano, la tierra y el cielo. Figura de la Iglesia, la Virgen está siempre representada debajo de Cristo. Su actitud es doble: como orante es la que intercede ante Dios; como purísima es la santidad de la Iglesia frente al mundo. Su inmutabilidad traduce la verdad inmutable de la Iglesia. La gracia y la ligereza casi trasparente de su figura contrastan con las figuras viriles de los apóstoles en movimiento que están alrededor. Su significado eclesial queda subrayado por la verticalidad de su figura proyectada hacia lo alto y por sus manos, dispuestas como ofrenda y súplica por el mundo» (Pável Evdokimov).
María es el elemento típicamente femenino de la Iglesia, su transparencia, como su alma y su ser, al lado del elemento masculino de los apóstoles; dos elementos complementarios, fundidos en la unidad bajo el misterio de Cristo. Es la figura de la humanidad, del servicio, del ser más que del obrar, de la santidad como finalidad de la Iglesia.
María aparece en este icono como la Madre, modelo ejemplar y figura de la Iglesia. Es Madre por su presencia en medio de los apóstoles de su Hijo, que son también hijos suyos. Es modelo en su recepción del Espíritu Santo, en su perenne intercesión por la salvación del mundo, en la constante invocación de la venida del Espíritu sobre la tierra y la humanidad, en una epíclesis constante, porque el mundo tiene sobre todo necesidad del Espíritu Santo. Es imagen de la Iglesia Esposa que dice hasta el final de los tiempos: «Ven, Señor Jesús».
La liturgia oriental del día de la ascensión canta la presencia de la Madre, testigo de la encarnación del Verbo y de su gloriosa exaltación a los cielos: «Tú que con tu ascensión has colmado de gozo al grupo de los apóstoles y a tu bienaventurada madre que te engendró, haznos dignos de la gloria de tus elegidos, por sus oraciones y tu infinita misericordia».
La Iglesia apostólica
La imagen de la ascensión es también imagen de la Iglesia. Así aparece en sus rasgos fundamentales. Su cabeza invisible es Cristo, su modelo y figura la Virgen su fundamento los apóstoles; su simbolismo el del círculo, el de la comunión, el del racimo de los apóstoles. Una comunión que traduce el misterio de la Trinidad. La Iglesia es humana, está en la tierra, se compone de personas concretas, con sus nombres, con sus rostros, con sus carismas. Pero en una inefable comunión que tiene sus raíces en el cielo, donde está Cristo, sin el cual la Iglesia no es Iglesia, no es Cuerpo del Señor.
Los apóstoles, divididos en dos grupos iguales forman una unidad perfecta abrazados por los ángeles y manifiestan que son una comunión que refleja el misterio de la “perichóresis” o “circumincessio” trinitaria. Con su variedad y su movimiento indican la multiplicidad de los ministerios, la infinidad de las lenguas, la unidad de los pueblos en la verdad y del amor. Sus vestidos de varios colores del arco iris que son reflejo de un único amor.
Aquí recobra la Virgen María toda la fuerza de su ejemplaridad. La Iglesia es Madre y Virgen, con la fuerza del Espíritu, como la Virgen María es Virgen y Madre, con una maternidad que evoca también la paternidad de Dios. La Iglesia es jerárquica en su constitución, pero es también carismática en su santidad y en sus ministerios, como subraya la presencia de la Virgen, que no tiene ningún poder jerárquico pero es la síntesis de todos los carismas. La Virgen representa en medio de los apóstoles la Iglesia de los fieles que poseen el sacerdocio común, que están unidos a Cristo y tienen que reflejar el rostro de Cristo por el Evangelio vivo, por la santidad de la vida de la que es cabal ejemplo la Madre de Jesús. Pero María es también ejemplo para la Iglesia jerárquica; para que, como ella, traduzca su maternidad en fe, esperanza y amor.
La Iglesia es, como la Virgen, y con ella, la humanidad divinizada por la gracia del Espíritu; permanente intercesión e invocación (epíclesis) para que se renueve constantemente la gracia de Pentecostés; ofrenda viva que acoge y presenta el don recibido, con absoluta libertad y generosa participación. También la tierra acoge la bendición de Cristo.
Para los Padres de Oriente, la gracia de la salvación es cósmica, envuelve también la creación, lugar de la presencia del Señor y de la irradiación de su gloria. En el paisaje del Monte de los Olivos, apenas dibujado, se percibe en el color marfil la luz recibida por el cosmos. La tierra ha sido morada del Verbo encarnado, como ahora es el lugar donde están plantados los pies desnudos de los apóstoles. Los árboles hacen de este paisaje un recuerdo del paraíso. La naturaleza ha sido elevada con Cristo al cielo, pero ya en la tierra, a través de la sacramentalidad de la Iglesia, los frutos de la tierra y del trabajo del hombre, el pan y el vino, el aceite y el agua, van a ser transparencia de la presencia del Señor, van a ser llamados a colaborar, para que «lo que era visible en Cristo pase ahora a ser visible en los sacramentos de la Iglesia» (San León Magno).
El icono de la ascensión sugiere la lectura de un hermoso texto de san Juan de la Cruz (Cántico espiritual, estrofa 30), en el que describe la gloria de Cristo y la santidad de la Iglesia: «”De flores y esmeraldas, haremos las guirnaldas”. Este versillo se entiende harto propiamente de la Iglesia y de Cristo, en el cual la Iglesia, esposa suya, habla con él diciendo: haremos las guirnaldas; entendiendo por guirnaldas todas las almas santas engendradas por Cristo en la Iglesia, que cada una de ellas es como una guirnalda arreada de flores de virtudes y dones, y todas ellas juntas son una guirnalda para la cabeza del esposo Cristo. Y también se puede entender por las hermosas guirnaldas, que por otro nombre se llaman laureolas, hechas también en Cristo y la Iglesias, las cuales son de tres maneras: la primera, de hermosas y blancas flores de todas las vírgenes, cada una con su laureola de virginidad, y todas ellas juntas serán una laureola para poner en la cabeza de Cristo esposo. La segunda, de las resplandecientes flores de los santos doctores, y todos juntos serán una laureola, para sobreponer en la de las vírgenes en la cabeza de Cristo. La tercer, de los encarnados claveles de los mártires, cada uno también con su laureola de mártir, y todos juntos serán una laureola para rematar la laureola del esposo Cristo».
La Iglesia tiene ya a Cristo como corona. Cristo tendrá a la Iglesia como corona de su gloria. Todo empieza con el misterio de la glorificación del Señor y está ya inscrito en el misterio de la Virgen María, en la gloria de su virginidad, en su humildad y en su sabiduría, en su amor hasta el martirio de la cruz.
Contemplando la gloriosa ascensión del Señor cantamos el tropario de la fiesta con el acento místico de la Iglesia de Oriente: «Has subido a la gloria, Cristo, Dios nuestro, y has llenado de alegría a los apóstoles con la promesa del Espíritu Santo; han sido confirmados en la fe con su bendición , porque tú eres el Hijo de Dios, el redentor del mundo».
Has subido a la gloria, Cristo, Dios nuestro,
Tropario de la fiesta de la Ascensión del Señor
y has llenado de alegría a los apóstoles
con la promesa del Espíritu Santo;
han sido confirmados en la fe con tu bendición,
porque tú eres el Hijo de Dios, el redentor del mundo