«Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.
En aquella misma región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. De repente un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». Y sucedió que, cuando los ángeles se marcharon al cielo, los pastores se decían unos a otros: «Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado». Fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho».
Lucas 2, 1-20
Preámbulo
Escribe san Máximo Confesor que Cristo encarnado es el punto en el que convergen todas las líneas del cosmos. Por eso, las más antiguas imágenes de la natividad resaltaban, en el centro, la cuna de Jesús. Pero a partir del siglo VI se realiza progresivamente una transformación en el icono y se hace decididamente mariano y María ocupa el puesto central, el contenido de la imagen se hace más amplio y resume brevemente toda la historia de la salvación. Este icono es una síntesis compleja de las escenas del misterio del nacimiento de Jesús, los protagonistas y los testigos.
Explicación del icono
En su plástica sencillez es como “un belén” en un solo cuadro. Los diversos personajes componen varias escenas alrededor del cuadro, orientadas hacia el centro donde está el Niño Jesús y donde está la Virgen Madre, los dos protagonistas centrales del misterio. Y lo anuncian a los pastores en su doble misión de adoración y de anuncio, personajes del cielo que han bajado a la tierra. Ahí están los pastores que escuchan el anuncio, los magos que se mueven hacia Belén, guiados por la estrella; José, el esposo de María, que medita el misterio incomprensible para su mente humana; la pila donde narra un evangelio apócrifo que fue lavado el Niño. Todo está vivo en su sencillez; todo es expresivo en su contenido teológico y espiritual.
Podemos empezar a contemplar el icono desde la parte superior. Un rayo de luz que viene de lo alto se abre camino entre la tierra y desemboca en una gruta oscura. “Cielos, lloved vuestra justicia; ábrete tierra. ¡Haz germinar al Salvador”, canta la liturgia de adviento de la Iglesia. Los cielos se han abierto; la luz viene de lo alto; la Palabra se encarna. El rayo de luz es símbolo de la luz increada de la Santa Trinidad. A mitad del camino de la luz se ha encendido una estrella; es el signo cósmico que revela el misterio que baja del cielo; es la luz que guía a los magos y el resplandor que contemplan los pastores cerca de la gruta de Belén cuando escuchan el anuncio de los ángeles. La encarnación es manifestación de la luz increada, es Dios que baja de lo alto hasta penetrar en la oscuridad del mundo.
La luz es también signo de la gloria de Dios, una gloria que antes resplandecía en la tienda del desierto y en el templo de Jerusalén; ahora se posa definitivamente sobre el Hijo de Dios que es la tienda y el templo, el lugar de la presencia definitiva.
La luz penetra en la gruta. Es la cueva de Belén que el iconógrafo escribe con tonos oscuros, tenebrosos; la luz llega donde la humanidad yacía en medio de las tinieblas y en sombras de muerte. Nos hace ver la condescendencia de Dios que llega al corazón del mundo, al corazón de la tierra. Es el principio de ese abajamiento de Dios que marca la línea de la salvación. Más tarde, Jesús se encerrará en el corazón de la tierra en el río Jordán para ser bautizado y bendecir con su cuerpo las aguas; y en el culmen de la redención bajará hasta los abismos y los llenará de luz con su resurrección gloriosa. El cielo baja hasta el infierno, Cristo se encierra en el corazón de la creación; la luz penetra en nuestras tinieblas, baja hasta la oscuridad del hombre y del pecado para inundarlo todo de la luz increada que es él.
El cielo y la tierra están también presentes en esta escena. El mundo es la montaña y la cueva, los árboles y animales. Toda la tierra se alegra con la Encarnación porque, como afirma san Juan de la Cruz, al unirse el Verbo con la naturaleza humana Dios se unió, por así decir, con todas las criaturas (Cántico espiritual, estrofa 5). El mundo, pues, está de fiesta. Lo manifiesta el color dorado del fondo del icono, el color marfil que parece transfigurar de luz la montaña. Esta presencia de Cristo es ya una anticipación y profecía de la transformación final del mundo con todos sus elementos, la reintegración del universo en el plan salvador del Creador de todo, cuando sea recapitulado en Cristo tal y como dice san Pablo (Ef 1, 10).
Los personajes
El Niño Jesús aparece en el centro del icono, en la gruta oscura. Es el Dios hecho hombre. Tiene el rostro de un adulto más que el de un niño recién nacido; de esta forma se quiere subrayar que es la sabiduría eterna que ha bajado para divinizarnos. Nos diviniza porque se humaniza. Es la luz que brilla en medio de las tinieblas y nos muestra cuál es el camino correcto. Está en un pesebre que tiene una forma singular: es sepulcro y altar. Sepulcro porque la natividad del Señor supone que ha asumido también el riesgo de la muerte redentora; altar porque el Verbo que se encarna en Belén (Bet.lehem: casa del pan) es el que se nos ofrece como Pan de vida en la Eucaristía (Jn 6, 35). El Niño está envuelto en pañales que dejan sólo ver su rostro, preludio del lienzo con el que será envuelto para ser depuesto en el sepulcro. Con la Encarnación comienza el misterio que se orienta hacia la muerte y la resurrección; comienza ya su inmolación por nosotros al asumir nuestra carne mortal. El pesebre es una imagen importante porque es imagen del pecado. Explican los Padres de la Iglesia que cuando el hombre fue expulsado del paraíso percibía su corporalidad de forma animal, es decir, continuamente asustado por el miedo a la muerte. Desde ese momento el hombre vive en continua búsqueda de autosalvación, de la misma forma que la bestia debe comer para sobrevivir. Él encuentra en su pesebre -es decir, su pecado- para satisfacer ese instinto de supervivencia. Cada uno de nosotros tiene un pecado que repite continuamente, porque de ese pecado se espera un poco de gratificación, de afirmación. El hombre peca porque cree de nuevo a la serpiente y espera convertirse en Dios. Es como si Eva probara una y otra vez a coger el fruto del jardín, esperando, antes o después, coger el fruto justo. Por eso el hombre vuelve continuamente al pecado. Si Dios quería encontrar al hombre, debía meterse allí donde el hombre continuamente peca, donde está el ídolo en el que el hombre tiene fija la mirada. Ser depositado en el pesebre es muestra del abajamiento, se pone al nivel en el que el hombre lo puede encontrar porque es aquí donde el hombre volverá con seguridad. Renuncia a ser Dios de gloria porque «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos» (Lc 5, 31).
Desde la antigüedad se presenta al Niño Jesús rodeado por dos animales misteriosos: el asno y el buey. Dice el profeta Isaías: «El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende» (Is 1,3). Lo calientan con su aliento, lo acompañan para que también parte de la creación esté presente en este momento de la re-creación mientras que muchos otros, como Herodes, no desean de corazón el nacimiento del Salvador. Otra interpretación nos la ofrecen los Padres de la Iglesia, quienes han visto una manifestación simbólica. El asno que lleva el peso, la carga, representa a los gentiles que llevan la carga de sus pecados; Jesús ha venido a liberarnos de esta carga. El buey que trabaja, uncido con el yugo, representa a los judíos que estaban bajo el yugo de la ley; Jesús los viene a liberar de este yugo. Él ofrece un yugo suave de amor y una carga ligera, que son los nuevos mandamientos de su ley evangélica.
La Virgen María está en el centro. Es la Madre, imagen de la madre-tierra en la que ha sido depositada la semilla y ha florecido el fruto de su seno: Jesús. Es la Reina, revestida de una púrpura real, con las estrellas en la cabeza y en el pecho que indican su triple virginidad: antes, durante y después del parto. Es como una planta, como una roca, como una montaña. Está recostada en la tierra para indicar que la Madre ha dado a luz. Revestida con la púrpura real que significa la santidad del Espíritu, el amor que la envuelve, su dignidad de Madre de Dios. No se apropia de su Hijo, nos lo ofrece a todos; lo deja contemplar y nos lo ofrece; no tiene un afecto posesivo; nos mira a todos porque en ella ahora encontramos una Madre universal porque ha dado a luz al primogénito de muchos hermanos. Y ella es, lo podemos decir con orgullo, la que nos representa a todos, la humanidad que ha dicho sí a los planes de Dios. Ella es la que se convierte en la ofrenda que nosotros le hacemos a Dios. El rostro de María, bendita entre todas las mujeres, está lleno de tristeza: Jesús nace para morir. El destino trágico de Eva era parir para la muerte. También María da a luz un hijo destinado a la muerte. Por eso es depositado en un sepulcro. Cuando veamos el icono de la aparición del ángel a las mujeres veremos las mismas vendas enrolladas pero sin el cuerpo de Cristo. Esta es la trans-temporalidad del icono. Todo está co-presente: el nacimiento está junto a la muerte, y la muerte con la resurrección.
José, el esposo de María, aparece sentado en la parte inferior derecha del icono. Está un poco lejos de la gruta, para indicar que el Niño tiene otro padre, el Padre celestial; él es el guardián del misterio. Está pensativo en una contemplación del misterio que aparece en toda su trágica realidad: ¿cómo puede ser Dios y hombre este Niño? ¿cómo ha podido una virgen dar a luz una criatura? El pensamiento de José puede ser el pensamiento de los hombres, la dificultad de acoger el misterio que se revela en Cristo. El pastor cubierto de pieles que está de pie a su lado es el diablo que quiere insinuarle una duda; es el tentador -que no da la cara, por eso lo vemos de perfil- que quiere hacerle vacilar ante el misterio. No logramos comprender ni la fuerza de Dios ni la grandeza del hombre. La verdad de Jesucristo, Dios verdadero de Dios verdadero, debió revelársela el ángel a san José.
Los ángeles son los protagonistas celestes de la Navidad. En el icono representan a todos los ángeles del cielo en sus diferentes funciones. Miran hacia la luz y son adoradores de la divinidad. Se sitúan junto al Niño en actitud de homenaje y son los que adoran al Hijo de Dios en su humanidad. Llevan a los pastores la buena noticia y son los mensajeros de Dios y los compañeros de los hombres, los que velan por ellos. Los ángeles cantan: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombre de buena voluntad». Dios está en lo alto, porque dos ángeles indican hacia arriba -el ángel es testigo de la presencia de Dios-, pero hay también otro ángel que dirige su mirada a los pastores y les indica que es inútil esforzarse por subir al monte. Ha llegado la hora en la que Dios mismo desciende desde lo alto. Es necesario solo ser puros de corazón para verlo (cf. Mt 5,8).
Los pastores situados a la derecha son los representantes del pueblo de Israel que acogen la buena noticia mientras están con sus rebaños. Son los pobres de Yahvé, ellos son los sencillos que han acogido el Reino. Ellos son las primicias de Israel, del pueblo elegido a quienes se les anuncia que Dios ha nacido. Dios mismo ahora es presentado como el Buen Pastor que quiere reunir a su rebaño.
Los magos aparecen en camino, a grupa de caballos ligeros, con vestidos orientales que recuerdan a los persas. Siguen la indicación de la estrella. Son los sabios que acogen al Sabio, los reyes que acogen al Rey, los gentiles que representan la multitud de las gentes para quienes el Mesías será Salvador universal. En su cabalgar desde el oriente hacia lo alto, hacia las estrellas, los magos son el símbolo de la humanidad que busca el paraíso perdido, del ascenso de la mente hacia Dios. Los magos suben, imagen del esfuerzo humano que trata de penetrar los misterios de Dios.
La pila, situada en la parte inferior del icono. Un evangelio apócrifo relata que dos mujeres, una de ellas llamada Salomé, ayudaron a María en el parto y después lavaron al Niño recién nacido. Lavan al Niño porque es pequeño y necesitado, es hombre de verdad; la encarnación no es simple apariencia. Hay también una interpretación simbólica porque el lugar donde le lavan es una especie de pila bautismal que parece preconizar el significado del bautismo cristiano que es sumergirse en Cristo, revestirse de Cristo. Navidad es ya anticipación de la gracia del nuevo nacimiento que es el bautismo de los cristianos. En algunos iconos también son representadas las matronas dispuestas a dar testimonio del nacimiento virginal de Cristo.
«¿Qué podemos ofrecerte, oh Cristo,
que por nosotros naces sobre la tierra como hombre?
Cada una de las criaturas, que es obra tuya,
te trae, de hecho su testimonio de gratitud:
los ángeles su canto, los cielos la estrella,
los magos sus dones, los pastores su admiración,
la tierra la gruta, el desierto el pesebre;
nosotros, los hombres, te ofrecemos una Virgen Madre».