Entonces aparecerá en el cielo el signo del Hijo del hombre. Todas las razas del mundo harán duelo y verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. Enviará a sus ángeles con un gran toque de trompeta y reunirán a sus elegidos de los cuatro vientos, de un extremo al otro del cielo.
Mateo 24, 30-31
El Cristo Pantocrátor, el todopoderoso, que viene al final de los tiempos en la gloria de su divinidad a juzgar la tierra, es el centro de la composición. El Pantocrátor expresa la espera escatológica de la asamblea cristiana, que experimenta durante la celebración de la eucaristía la presencia viva de Cristo. Esta experiencia la confirma en la fe y enciende en ella el deseo de la venida final del Señor, que establece la victoria definitiva sobre el mal, el dolor y la muerte. Por eso la Iglesia, con un grito lleno de esperanza exclama: «¡Ven, Señor Jesús!»
En las manos y en los pies se ven las llagas de la crucifixión y de la humillación que sufrió por amor a nosotros. Él es el hijo del hombre anunciado por las Escrituras que, despreciado y escarnecido en su primera venida al mundo, viene ahora en su segunda venida como juez justo para juzgar a los vivos y a los muertos. Su mirada, llena de paz y amor, revela que viene con inmensa misericordia, que él ama a los enemigos, a los pecadores.
En su mano izquierda tiene el Libro de la Vida, en el cual se lee “Amad a vuestros enemigos” (Mt 5, 44), estas palabras son el corazón de la Nueva Alianza y la imagen del hombre nuevo. Jesús es al mismo la imagen de Dios y del hombre. En él, vencedor de la muerte y Señor de todo lo que esclaviza al hombre, estas palabras son ahora posibles en nuestra vida, y por ellas seremos juzgados. En la página de la derecha del Libro de la Vida se lee: “Vengo pronto” (Ap 22, 20).
Su cuerpo esta inscrito en tres esferas cósmicas. La primera esfera es gris-azul y representa la tierra. La segunda esfera es negra y representa la muerte que circunda la tierra. La tercera esfera es azul zafiro y representa el cielo. En el centro la figura de Cristo destruye el cerco de la muerte y une el cielo con la tierra.
Las cuatro esquinas rojas son imagen de los cuatro evangelistas que anuncian y preparan la segunda venida de Cristo al mundo. El rostro del Pantocrátor ha inspirado al artista en modo particular. Un rostro con ojos grandes, como de niño, un Cristo humilde. En la tradición antigua, Cristo retornaba severo, como aparece en la iglesia de rito bizantino, pero en esta pintura tiene un rostro lleno de amor y compasión. Esto nos recuerda lo que dice san Juan de la Cruz: «al final de nuestra vida seremos juzgados por el amor» (Avisos y sentencias, 57).
El Pantocrátor capta ante todo la mirada de quien entra en la iglesia. Parece desprenderse del fondo de oro y venir a nuestro encuentro, haciéndonos participes de su transfiguración final y victoriosa, como expresan las vestiduras blancas, signo de su divinidad.
También los cristianos, que en el bautismo han vencido al príncipe de este mundo, es decir, al diablo, son revestidos de la naturaleza de Dios y llevan túnicas cándidas al salir de la piscina bautismal: «El vencedor será vestido de blancas vestiduras, no borraré su nombre del libro de la vida y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles» (Ap 3, 5).
La posición central de la imagen pone de manifiesto también que la historia está orientada hacia su punto conclusivo: el encuentro con Cristo que viene. Nuestro mundo tiende hacia su fin, no de derrota y vacío, sino de plenitud de vida en Dios.
Que la contemplación de este icono nos ayude a vivir, desde ahora, unidos a Cristo y, cuando llegue el momento de la muerte, de morir con él y en él, pues el cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia él y la entrada en la vida eterna. Eternidad de la que podemos gustar las primicias ya aquí, viviendo en comunión con aquellos que Dios a puesto a nuestro lado, perdonando, haciendo la voluntad del Padre. Cristo murió por todos, para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él.
Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros.
Pablo VI (Manila, 29 noviembre de 1970)
Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.
Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, y la verdad, y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos.
A vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne; nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico.