Catequesis de Kiko Argüello
Ignorar el significado que encierra la cruz gloriosa equivaldría a perdernos la oportunidad de participar más directamente del misterio del amor cristiano: «Amaos como yo os he amado» (Jn 13, 34) pero ¿cómo nos ha amado el Señor? «Cuando éramos sus enemigos» (Rom 5, 6-10). Veamos qué se desprende del misterio.
No fue hasta el siglo IV cuando la cruz se convirtió en el símbolo predilecto para representar a Cristo y su misterio de salvación. Fue gracias a Constantino y a su madre santa Elena cuando la atención de los cristianos a la cruz fue creciendo, de tal modo que desde el siglo V en Oriente y desde el VII en Occidente se celebra el 14 de septiembre la fiesta de la Exaltación de la Cruz.
En los primeros siglos las representaciones artísticas ofrecían un Cristo glorioso, vestido con larga túnica y corona real; aún estando en la cruz él es el Vencedor. Más adelante, con la espiritualidad de la Edad Media, se le representará en su estado de sufrimiento y de dolor. Varios artistas han recogido toda la tradición artística de la cruz para representar un Cristo crucificado por nuestras culpas, como lo profetizó Isaías en su visión del siervo de Yahvé (Is 53) pero al mismo tiempo vencedor sobre las mismas, de tal modo que el que crea será salvado, como insiste san Pablo en toda su teología de la salvación en la epístola a los Romanos.
La cruz gloriosa es una cruz alzada, elevada, a diferencia de otras cruces que podemos encontrar en las iglesias adosadas al presbiterio o situadas encima del altar, o incluso en suspensión sobre el mismo. Es una cruz también procesional, que permite encabezar con ella el rito de entrada en las ocasiones más solemnes. Pero ¿qué significado encierra el hecho de ser alzada? ¿Es casualidad o tiene una importancia determinada que ignoramos?
Una de las respuestas la encontramos en el libro de los Números, en un relato en el que los israelitas son atacados por serpientes enviadas por Dios para castigar la murmuración de su pueblo, fruto de su rebeldía. Moisés, intercediendo por el pueblo, pide a Dios un remedio que permita sobrevivir a los que han sido mordidos, y el Señor le responde: «Hazte un Abrasador y ponlo sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y lo mire, vivirá» (Núm 21, 8). De la misma manera que todo israelita que mirara la serpiente colgada del mástil quedaba salvo así todo aquel que mira la cruz levantada recibe la salvación, porque experimenta dentro de su ser el perdón de los pecados. Es por tanto propicio que la cruz pueda ser visible para toda la asamblea, con una cierta elevación, que permita el descubrimiento del amor de Dios Padre para con el hombre, siendo su Hijo, en la cruz, el camino que nos lleva al Padre.
La cruz, sobre la que Cristo reina, tiene una dimensión mucho más trascendente de la que podamos imaginar. El hecho de ser alzada tiene también una cierta relación con otro personaje de la historia sagrada: Jacob. Como relatan las Escrituras, Jacob, en un momento de su vida tiene una revelación en forma de sueño. La escalera que él vislumbra en este sueño (Gén 28, 12) por la que suben y bajan los ángeles es una imagen fiel reflejo de la cruz de Cristo. Así como la escalera del sueño de Jacob unía el cielo y la tierra del mismo modo la cruz de Cristo ‘rompe el velo’ que separaba al hombre de Dios (Lc 23, Mc 15, Mt 27), y le permite contemplar y gustar de su amor y misericordia. Cristo, siervo de los siervos, ha reunido lo que en un principio estaba unido y quedó separado por la caída de Adán y Eva. La distancia y la incomunicación que había aparecido entre el hombre y Dios, por el pecado de nuestros padres, fue salvada por la cruz. La cruz es esta escalera de Jacob que permite al hombre llamar a Dios Abbá, Padre; esta escalera que acerca la criatura al creador, que permite al que se había alejado retornar a la casa del Padre. En definitiva, la cruz es el medio que Dios ha pensado para reconciliarnos con él y para poder darnos de su naturaleza divina, de modo que ya ni la altura ni la profundidad nos podrán separar de Dios (Rm 8, 35).
La cruz es también elevada porque el lugar en el que se produjo nuestra condenación y después nuestra liberación fue junto a un árbol. En el paraíso Adán y Eva desobedecieron a Dios al pie de un árbol y en el Gólgota Cristo y la Virgen repiten la escena pero obedeciendo al Dios y Señor de la Vida junto a un leño, la cruz. Por eso la cruz se eleva como un árbol, árbol de la salvación, que, como canta el salmo, no vacila aún estando delante de fuertes corrientes (Sal 1), y sigue lozano y frondoso aún pasando el tiempo. La cruz es este árbol que nos cobija, que nos protege, que «resiste las corrientes de agua», sobre el que ponemos nosotros nuestra tienda, que nos alimenta con su fruto, Cristo, el pan vivo.
Por último, sobre la elevación de la cruz, cabe también resaltar la profecía que encontramos en la Escritura por boca de Zacarías, que anuncia a aquel que ha de venir: «mirarán al que traspasaron» (Za 12, 10) por lo que el hecho de que esté levantada permite que nosotros participemos de esta profecía, permitiéndonos ser incluidos en el libro de la Vida. Sabiendo ya porqué la cruz se levanta pareciendo querer unir el cielo y la tierra, veremos el significado de cada una de las partes de la misma.
El pie de la cruz que hace de base tiene una forma muy característica. Aparecen tres figuras simétricas y curvas. Uno de los extremos de cada figura tiene una forma de cabeza de un animal semejante al águila, con una especie de pico. En este caso es muy importante el número, porque el tres es el número de la perfección. La Escritura enseña que Satanás, el ángel caído, era el más bello de los ángeles, y que fue precisamente su soberbia la que le llevó a enemistarse con Dios. En toda la tradición iconográfica cristiana las representaciones animales poco definidas simbolizaban o escenificaban el mal, entendido como el caos, la oscuridad, la tiniebla, el desorden. Estas tres figuras de animales poco definidas recuerdan la sinuosidad del diablo, que condenado a arrastrase por el polvo (Gn 3, 14) intenta con toda su astucia y maldad engañar al hombre para que rompa con Dios, de tal modo que sea él, y no otro, dios de sí mismo.
El demonio lucha para que Dios, que se ha revelado como Yo-soy (Dt 5, 6), no sea, y la forma de conseguirlo es haciéndonos creer que nosotros “somos”, que nosotros valemos, que nosotros, en definitiva, somos capaces de distinguir el bien del el mal. El demonio, aprovechando la libertad que Dios nos ha regalado, invita al hombre a separarse de él y ser él el centro de su vida, de su existencia. Cristo, sobre la cruz, muestra la consecuencia de ser “uno mismo” el centro de su vida, es decir, muestra la consecuencia del pecado.
La cruz, levantada sobre esta base que representa el mal, simboliza y anuncia la victoria de la vida sobre la muerte, de la verdad sobre la mentira. Cristo, «el más bello de los hombres» (Sal 45), se hace pecado, se hace serpiente (como nos relatan los Números) «para aniquilar mediante la muerte al Señor de la muerte, es decir al diablo, y libertar a los que por miedo a la muerte estaban sometidos de por vida a esclavitud» (Hb 2, 14). Cristo , el Yo-soy, el Justo, rebaja su condición a la de esclavo (Flp 2, 1), y cumpliendo las Escrituras, que maldecían a los que colgaban de un madero, el “bendito para siempre” se hace maldito, para que nosotros pudiéramos ser los benefactores de su bendición.
Esta cruz que se eleva sobre el mal es imagen de nuestra cruz, que, iluminada, nos hace a nosotros caminar por encima del mal, de las aguas que significan la muerte. Como Cristo mismo reveló: «el que quiera venir en pos de mí, tome su cruz y me siga; porque el que busca su vida la perderá y el que pierde su vida por el amor mío la encontrará” (Mt 9, 35ss). Esta cruz, que está por encima de la muerte y que literalmente la aplasta, recuerda la predicación de San Pablo: «¿oh muerte donde está tu victoria?» (I Cor 15).
Por tanto la cruz gloriosa que se eleva sobre esta base que simboliza el mal reproduce fielmente la victoria de Cristo sobre la muerte, y su elevación, además de significar la gloria y majestad del mismo (Flp 2, 9), indica que sólo Cristo ha sido capaz de «cubrir de vergüenza la muerte», como dice Melitón de Sardes en una homilía suya, mostrando así que ésta no tiene poder sobre él, y que él si tiene poder sobre ella, de tal modo que todo el que crea en el nombre del Señor se salvará.
La cruz no es un símbolo decorativo, estético, sino que es una de las formas de ajusticiar que más deshonra y sufrimiento provocaban, tanto es así que los ciudadanos romanos no podían morir de tal modo. La cruz muestra la fuerza del pecado que está en la Ley (I Cor 15). Pero la Ley, como dirá San Pablo a los Romanos, no ha sido creada para matarnos, es perfecta; y sin embargo ha sido el hombre, engañado por el diablo, el que ha utilizado la Ley para matar al otro, para ajusticiar al otro. En definitiva para matar el “tú” y poder ser “yo”. Sin este pecado Cristo no nos habría rescatado: «Oh feliz culpa -cantamos en la noche de Pascua- que mereció tan gran redentor». La cruz es toda ella una síntesis teológica-catequética que nos enseña la lucha entre el bien y el mal, que nos habla de Adán y Eva y del Nuevo Adán y de la Nueva Eva.
Este palo, que es lo que levanta la cruz, que es la columna, es imagen del leño, que tiene muchas prefiguraciones. Una es la leña del árbol prohibido del paraíso, con cuyo fruto Satanás engaño a Adán y a Eva. Recuerda también la leña para el sacrificio de Isaac, porque en esta cruz, en esta leña, se consuma el sacrificio de “nuestro Isaac” que es Cristo, el cordero, que libre y voluntariamente acepta el holocausto en un acto de amor gratuito y eterno, para remisión de nuestras culpas, y para reconciliarnos, como dice San Pablo, con Dios. Este leño es reflejo también de la zarza ardiente, que no se consumía. Esta zarza, cuyo ardor significaba el amor de Dios para con el hombre, es imagen de la cruz, donde se muestra este amor que es «la luz que ilumina a todo hombre» (Jn 1). La cruz estaba también prefigurada en el leño con el que se hizo el Arca de la Alianza, la Shekiná, la presencia de Dios, porque en la cruz Cristo mostraba la presencia de Dios Padre, su sustancia (Hb 1, 3).
Su cruz era portadora del misterio insondable de su luz que ilumina a todo hombre, y así como el arca recibía el título de la “Alianza” así la cruz es para nosotros el arca de la “Nueva Alianza” del “nuevo pacto” de la “Nueva economía de la Salvación”. La leña de la cruz estaba también prefigurada en el Arca de Noé, construida con leños y que sobrevivió a las aguas torrenciales que inundaron la Tierra. Esta cruz es nuestra arca de Noé. Si nos subimos a ella no pereceremos, “caminaremos” por encima del mar, imagen de la muerte. Y esta cruz estaba también prefigurada en el cayado de Moisés, con el que abre las aguas del Mar Rojo. Esta cruz tiene el poder de abrirnos un “camino” en medio de la muerte, del sufrimiento, de la angustia. Solo hemos de cogerla, como Moisés cogió el cayado, en obediencia a Dios, para que nuestro “vino viejo” se transforme en un “vino nuevo”.
Seguido del leño, de la columna, aparece en la base de la cruz, propiamente dicha, una gran bola redonda, imagen del mundo. La Iglesia enseña que nuestros enemigos contra los que hay que combatir son tres: el demonio, el mundo y la carne. Hemos visto que el demonio está representado en la base y es el que entra en contacto con la tierra, porque, como Dios ordenó, fue condenado a arrastrarse por la misma. Después de haber visto el significado de la columna, que es el leño, y sus prefiguraciones, llegamos a la representación del mundo, en esta bola, que es imagen de la gran ciudad, de la Babilonia, que nos somete, que nos oprime, que nos persigue, que nos arrebata la paz. La Gran Ramera, que narra el Apocalipsis, es el espíritu de la gran ciudad. La lucha no es contra la ciudad o sus habitantes, sino contra su espíritu, que es el espíritu de su príncipe, el maligno, «el príncipe de este mundo» (Jn 16, 11).
Dios ha bajado porque no se ha quedado indiferente frente al sufrimiento de su pueblo. Ha descendido para liberar a los hombres del “espíritu de las tinieblas” que lo tenían preso. Ha venido para «dar la vista a los ciegos, y abrir el oído a los sordos, y para proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18). Este mundo está bajo los pies de Cristo, porque «todo lo sometiste bajo sus pies» (Sal 8). Cristo está por encima del mundo, es decir, por encima de nuestros sufrimientos, de nuestros pecados, de nuestras culpas.
Porque se humilló Dios lo exaltó, dándole el nombre sobre todo nombre, Kiryos, de forma que al oír su nombre toda rodilla se doble, en el cielo y en la tierra (Flp 2). La cruz que se eleva como “perfume suave” sobre nosotros nos hace conscientes de que solo en él se encuentra el amor y solo en él se encuentra el perdón (Sal 130). El mundo está entre Cristo, la vida, y el diablo, la muerte, y ha sido Cristo el que ha triunfado en este «prodigioso duelo» (Melitón de Sardes). Tiene poder de caminar sobre las aguas, de vencer este miedo a la muerte que nos atenaza. En esta cruz no participamos de un misterio abstracto, de una entelequia, sino que visibilizamos algo real, tangible: un hombre que se levanta de la muerte.
Cristo ha vencido al mundo, como dirá la víspera de su Pasión (Jn 16), por una razón concreta: hacernos a nosotros vencedores y no vencidos, invitándonos a nosotros a pasar de este mundo al Padre. ¿Cómo? A través de la cruz.
Después del mundo está la Virgen María, columna de la Iglesia. Al pie de la cruz nos invita a imitar a Cristo, a no escandalizarnos, a no huir del sufrimiento. La Virgen, entre el mundo y Cristo, es nuestra intercesora. Vela por nosotros y nos conduce a su Hijo. Como en las bodas de Canaán nos invita a hacer lo que él nos diga (Jn 2,5), a obedecerle y a seguirle. Ella es la perfecta cristiana, la primera mártir, que lejos de escandalizarse asume la responsabilidad del “fruto de su vientre” mostrándonos así el camino.
Ella es pues imagen de la Iglesia, que nos acompaña en nuestro camino mientras estamos en el mundo, y nos muestra cómo agarrarnos a la cruz y no huir, como amar sin medida y no odiar, cómo perdonar de corazón y no culpar. Sin la Virgen el sufrimiento de la cruz no se podría entender. Ella, aceptando la voluntad de Dios, nos anima, aún en el sinsentido, a no renegar de su amor y esperar en su nombre. Por eso está presente en esta cruz, porque sin ella jamás podríamos llegar al conocimiento pleno de la verdad, y poder ver la cruz como gloriosa.
Tiene en sus cuatro extremos cuatro animales, que son los símbolos de los cuatro evangelistas. Estos cuatro símbolos, el llamado tetramorfos, están en las cuatro esquinas y representan los cuatro puntos cardinales a los que llega el anuncio del Evangelio, es decir, a todas las naciones. El león es símbolo de Marcos, el toro de Lucas, el águila de Juan y el hombre de Mateo.
La cruz, por último, tiene como vemos forma de anzuelo, porque Dios, mediante la cruz de su Hijo rescata a sus criaturas, nosotros los hombres, de su medio natural, el agua -imagen de la muerte- para concedernos, por pura gracia, una vida en plenitud. Si Cristo murió en una cruz fue para darnos la posibilidad de vivir una vida totalmente distinta a como la vive el mundo, y nosotros hemos sido llamados no sólo para gustar esta vida en este mundo sino para darla a los demás como hizo nuestro maestro.
En esta cruz es donde reposa el Hijo del hombre, donde descansa y reclina la cabeza. La cruz, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (I Cor 1, 23), es salvación para los que creen en ella. Con su carne destrozada nos enseña que el pecado mata profundamente, destroza a los que tenemos a nuestro alrededor, provoca descomunión y soledad. Cristo, clavando su carne, nos enseña a morir a nosotros mismos, a no resistirnos al mal, a poder amar hasta el extremo no solo con el espíritu sino con nuestro cuerpo.
Cristo en la cruz ha cumplido enteramente el Shemá: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo. Haz esto y tendrás la vida» (Lc 10, 28-30). Con la lanzada que traspasó su costado amó a Dios con todo su corazón, y de él salió sangre, imagen de la vida terrena, y agua, imagen del bautismo y de la vida inmortal. Amó al Señor con toda su mente, crucificando su razón con una corona de espinas, que expresan el dolor del sinsentido del sufrimiento, de la historia de cada uno. Y amó al Señor con todas sus fuerzas, porque sus brazos y manos, con los que trabajaba y hacía fuerza, fueron brutalmente clavados sin él oponer resistencia, mostrando al mundo la no resistencia al mal y la aceptación del otro sin medida, pues el que extiende las manos es para expresar su deseo de obedecer y amar. Vemos en la cruz a Cristo siempre con los brazos abiertos, invitándonos siempre a entrar en su amor «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28).
La cruz representa por tanto este misterio, nunca mejor dicho, del amor de Dios para con nosotros. Como dijo San Agustín, «la medida del amor es amar sin medida».