Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros». Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Y él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo». Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Pero como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo de comer?». Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: «Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí». Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y les dijo: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto».
Lucas 24, 36-49
Cristo resucitado se aparece a los discípulos la tarde misma del domingo de Resurrección. Su cuerpo glorioso ya no está sujeto a las leyes naturales: puede atravesar las puertas cerradas. Todavía Cristo lleva bien visibles los signos de la pasión; él mismo los muestra: «Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona» (Lc 24, 39).
En la corona mistérica este icono está contrapuesto al de la Transfiguración. Si durante su vida terrena, sobre el Tabor, Cristo deslumbró a los discípulos con el resplandor de su gloria divina, previendo el escándalo de la cruz, ahora ya resucitado, invita a reconocer en su cuerpo glorioso al Crucificado, el hombre Jesús, vencedor de la muerte. Los colores de sus vestidos lo indican también: la túnica púrpura, símbolo de la naturaleza divina, está recubierta por el manto azul, signo de su humanidad.
Él está de pie, en el centro de la composición. En sus brazos abiertos se reúnen los dos grupos de discípulos que lo reciben con estupor. Ellos miran su rostro sereno, colmado de ternura, su poder es el amor. Tiene el corazón traspasado para que cada hombre, por muy pecador que sea, pueda ser alcanzado por su perdón: «Las aguas caudalosas no podrán apagar el amor, ni anegarlo los ríos» (Ct 8, 7).
Cristo se aparece a los apóstoles temerosos diciendo: «La paz con vosotros». ¡Shalom, Paz! Este es el don del resucitado. Él derriba toda división. Es la comunión total. Porque «Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad» (Ef 2, 14).
En este icono es importante notar que los dos apóstoles en primer plano son, a la izquierda San Pedro y a la derecha San Andrés. Ellos representan respectivamente a la Iglesia de Occidente y a aquella de Oriente. En el Concilio de Florencia (1439-1445) se buscó una posible unión entre las dos Iglesias. El icono quiere auspiciar que esta unión pueda realizarse pronto.
Señor Dios nuestro, que inclinaste los cielos y descendiste para la salvación del género humano, mira a tus siervos y a tu heredad. Ante ti, juez temible y amante de la humanidad, han inclinado las cabezas tus siervos y han doblado la cerviz, no esperando auxilio de los hombres, sino confiando en tu misericordia y deseando tu salvación. Guárdalos en todo tiempo de todo enemigo y de toda operación maligna del diablo y de pensamientos vanos y de fantasías inicuas.
De las vísperas abreviadas de la Iglesia oriental