Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía. Era el día de la Preparación y estaba para empezar el sábado.
Lucas 23, 50-54
El séptimo día, el sábado, Dios cesó toda la labor que había hecho (cfr. Gén 2,2). Jesucristo, cuando “apuntaba el sábado” (Lc 23,54) es descolgado de la cruz: ha cumplido toda la obra que debía llevar a cabo durante su vida terrena y descansa en el sueño de la muerte. Cristo está marcado por los azotes, su costado traspasado, “sus pies y sus manos perforados”: es la debilidad de Dios, su respuesta frente a cada sufrimiento y cualquier forma de mal. Este cuerpo inmolado está circundado por una profunda piedad: San Juan besa su mano; José de Arimatea, de pie, se vuelve hacia Cristo; Nicodemo, inclinándose completamente ante el Señor, abraza sus pies.
La Virgen recibe en su seno la cabeza de Jesús y le apoya su rostro con maternal ternura: los dos se entrelazan en un solo acto de amor. María expresa un dolor mesurado y sereno. Ella es la única con los ojos abiertos: mira al cielo, la suya es una mirada de fe que se eleva hasta el Padre.
Detrás de ella, un grupo de mujeres piadosas desconsoladas, representa el drama de la humanidad ante los interrogantes planteados por el sufrimiento, la injusticia y la muerte.
Abandonada delante de la piedra sepulcral, la sábana que envolverá el cuerpo de Jesús es ya un anuncio de su resurrección.
Elemento central y eminente de todo el icono es la cruz desnuda y negra, que simboliza la muerte de Cristo. Según la tradición, representa la invitación a todo cristiano de subir a ella. La cruz nos espera a cada uno de nosotros para que podamos seguir las huellas del Siervo. Dios la ha preparado como un altar donde el cristiano, alter Christus (otro Cristo), anuncie el Misterio Pascual a cada hombre.
La Madre piadosa estaba
Félix Lope de Vega y Carpio, Stabat mater (traducción castellana)
junto a la cruz y lloraba
mientras el Hijo pendía.
Cuya alma, triste y llorosa,
traspasada y dolorosa,
fiero cuchillo tenía.
¡Oh, cuán triste y cuán aflicta
se vio la Madre bendita,
de tantos tormentos llena!
Cuando triste contemplaba
y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena.
Y ¿cuál hombre no llorara,
si a la Madre contemplara
de Cristo, en tanto dolor?
Y ¿quién no se entristeciera,
Madre piadosa, si os viera
sujeta a tanto rigor?
Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.
¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en él que conmigo.
Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí.
Hazme contigo llorar
y de veras lastimar
de sus penas mientras vivo.
Porque acompañar deseo
en la cruz, donde le veo,
tu corazón compasivo.
¡Virgen de vírgenes santas!,
llore ya con ansias tantas,
que el llanto dulce me sea.
Porque su pasión y muerte
tenga en mi alma, de suerte
que siempre sus penas vea.
Haz que su cruz me enamore
y que en ella viva y more
de mi fe y amor indicio.
Porque me inflame y encienda,
y contigo me defienda
en el día del juicio.
Haz que me ampare la muerte
de Cristo, cuando en tan fuerte
trance vida y alma estén.
Porque, cuando quede en calma
el cuerpo, vaya mi alma
a su eterna gloria. Amén.